viernes, 3 de junio de 2011

el muslo de Anette

Nada fué tan bello.
Recordaba según la playa se ponía friolenta-
Ni su matrimonio, otrora feliz y tan recientemente arruinado.
Ni sus relaciones con aquellas mujeres que todavía le sonreían desde el fondo de la memoria.
La luz tardía salta sobre las crestas de las olas.
Unas gaviotas níveas vuelan sobre el faro solitario, encima del peñasco.
Ya queda poca gente.
La muchacha grácil , el pelo de tonos rubios y acaramelados agitado con gentileza por la brisa, está mirando hacia el horizonte. Ha cruzado las manos tras la espalda. Tiene los ojos llenos de una tristeza enorme.
El hombre tambien siente un dolor inexplicable en el corazón. Primero es espiritual. luego es físico.
Tiene que apoyarse contra un tronco caído en mitad de la arena, para no desplomarse-
El rostro de la muchacha le mira de lejos. Es como el de un ángel vagamente vislumbrado en un sueño, quizá antes de morir...
Muchas cosas agradables ocurren verdaderamente. El interior del ser humano va llenandose de mundos compuestos de momentos de felicidad. El dolor pasa. Lo hermoso se guarda en en lo hondo de la memoria, para resucitarlo en los días agrios. Cerramos los ojos y regresamos entonces a los momentos más dulces.
Pero ahora la muchacha, distante, intocable, y sin embargo acojedora como la nieve de una cumbre imaginada por alguien consumido de fiebre , ha avanzao un poco hacia él su pierna desnuda. Su muslo blanco, perfectamente esculpido, un sueño de Donatello llevado a la carne por la vida misma, se dibuja en la luz oblícua del sol muriente, copiando sus tonos melosos, su tristeza de oro oscuro. Y el hombre se lleva la mano al pecho.
No hubo nunca nada tan bello. Fué, según se desplomaba, la última imagen, y la más amable, que le había ofrecido este mundo.
La chica lo vió allí tumbado, con el vientre hacia las nubes, blanco como el de un pez muerto recién escupido a la playa por la marea.
Se alejó lentamente.

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