domingo, 11 de septiembre de 2011

SINCRONICIDAD

La conocí en el parque infantíl.
Su hijo, de cinco años, jugaba con el mío, de la misma edad.
Ella era guapa y parecía muy buena persona. En realidad se hizo a miga de mi mujer.
A su marido tambien le conocía en aquel parque infantil que estaba al lado del edificio donde vivía yo con mi familia.
Un parque bonito, de ciudad dormitorio, con arces de enormes hojas que en otoño se volvían amarillas.
La tarde en que conocí a su marido, él había sacado al hijo a jugar, y hablamos unos minutos nada más.
Comentó, por decir algo, que el tendido eléctrico del pueblo tenía que mejorarse, que por las tardes no había bastante luz. Era un hombre fuerte, de carácter aparentemente apacible, y que llevaba la cabeza afeitada. Tenía una sonrisa agradable.
Al día siguiente me dijeron, no recuerdo quien, que se había suicidado. Mi mujer y yo hablamos largo rato acerca de la tragedia. Y entre otras cosas nos preguntabamos cómo y por qué iba a suicidarse un hombre joven con una mujer preciosa y un niño adorable.
Fueron días tristes, aquellos, como si todo el pueblo se hubiese sumido en un raro estado de estupor y penuria.
Aproximadamente dos meses despues, por razones que quizá nunca llegaré a comprender, mi esposa sufrió una rara alteración de personalidad. Y decidió dejarme, llevandose a nuestro hijo con ella.
Yo no tuve el valor de iniciar pleitos judiciales contra ella, pues consideraba que el niño no podría estar mejor conmigo que con ella. Acordamos que vendrían a España a pasar el verano todos los años. Y así lo hacen desde entonces.
Aquellos primeros años de separación de mi esposa e hijo fueron terribles. No creía poder sobrellevar la soledad absoluta en que me había quedado y pensé muchas veces que la depresión acabaría conmigo. La tristeza, la añoranza por mi hijo se eternizaba día tras día. Incluso perdí la capacidad de comunicarme con el prójimo. No me quedaba fuerza moral ni para construir una frase. Todo había dejado de tener sentido. Entonces se me presentó una enfermedad que se ha vuelto crónica y que tengo que tratar ya para siempre.
Mi desgracia, sin duda, no era mayor que la de aquella amiga de mi mujer cuyo marido se había suicidado. Pero era los suficientemente perniciosa.
Pensé en aquella mujer como una camarada en la tristeza, con afecto. Habíamos sufrido duros golpes simultaneamente,
Un día nos encontramos en el tren, hacia Oviedo. Ella iba a trabajar. había dejado al hijo con los abuelos.
Me dijo que los padres de su marido la culpaban a ella por el suicidio de él y le querían quitar hasta el piso dodne vivía, que estaba a nombre de él. Nunca habían estado casados realmente, sino que convivían, por lo que el gobierno no le pasaba ningún tipo de pensión de viudez.
La mujer luchaba contra todo, por sobrevivir y sacar a su hijo adelante.
Yo le conté mi propia historia, y fué como si nos entendiesemos en un plano de dolor espiritual bastante incómodo.
El paisaje monótono, de colinas uniformemente verdes moteadas de industrias y pueblitos, cruzaba como un sueño por la ventanilla del tren.
-Un día podíamos quedar para tomar algo y hablar- le dije.-quizá fuera bueno.
-Lo dudo. -contestó ella- Los dos estamos fatalmente dañados.
Y así era. Luego ya no la vi más.

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