Entra y sale del hospital. Le investigan. Le hablan y él les escucha de forma distante, como si en realidad no estuviera allí, o como si ellos fuesen personajes de una pelïcula irrelevante, en una pantalla imprecisa.
No se siente mal casi nunca. Sin embargo, sabe que está enfermo. Si viaja, lleva sus píldoras consigo. Le asola un costante miedo a olvidarse de sus píldoras, a darse cuanta de que no las tiene a mano. Aunque no sabe que ocurriría si dejase de tomarlas. ¿La muerte?
lA MUERTE EN UNA LUZ AMARILLA QUE SE DESLIZA POR LA RANURA DE LA PUERTA ENTREABIERTA. UNA LUZ ABURRIDA, COMO UN AMIGO QUE CUANDO NOS LO ENCONTRAMOS NO NOS PRODUCE ENTUSIASMO ALGUNO. Se planta frente a nosotros y dice algo. Ya no se va. Caminamos con él a lo largo de una calle sin sorpresas, totalmente falta de belleza. Todo en ella es tedio y normalidad. Olor a pan y olor a frituras. Gente vulgar sentada en las terrazas de algunos cafés, tomando cerveza, café y churros. En los escaparates aparecen pasteles de aspecto deshidratado, como manos arrugadas de viejas puestas unas encima de otras. Mujeres pintarrajeadas incorrectamenta, labios de color de fresones, uñas negras o blancas largas y afiladas, los parpados brillantes de gloss, miran al mundo con una tristeza dura, sin esperanza. Las arrugas en torno a las bocas parecec telas de araña.
Anette es otra cosa. Está dentro del cafe, umbrío, fresco. Lleva un traje corto, rojo. Cuando él entra, ella enciende el cigarrillo. Siempre fuma, Anette. Tiene una fijación oral. Y fuma exactamente de la misma manera que le chupa la verga en sueños.
El camarero hace un gesto de aburrimiento al verle entrar.
-¿Solo?- pregunta.
-Solo.- responde él.
Todavía está vivo.
Anette le sonríe. Le acaricia el antebrazo suavemente. El antebrazo izquierdo, que aparece lleno de raros bultos, como imaginamos la espalda de un brontosauro. En cada bulto hay marcas de agujas.
Si Anette le diera un mordisco los suficientemente fuerte en uno de esos bultos, que en realidad son arterias dilatadas por los agujetazos del tratamiento, se desangraría en cuestión de cinco o diez minutos. Las paredes del bar se empaparían con sus sangre. Y se desplomaría.
Pasa una mano sobre los muslos puros y firmes de Anette, como quien desliza su imaginación amorosamente sobre un mar rutilante de luz azul-
miércoles, 15 de junio de 2011
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